Sirius Orion Black

Para cualquier persona del mundo mágico nacer bajo la estirpe Black sería un enorme privilegio; obra de la mejor de las suertes. Implicaba un lugar de entre los más privilegiados de la curia; implicaba estar forrado de dinero y poder, y también implicaba llevar en las venas la sangre más pura, impecable e incorrupta desde hacía siglos. Básicamente, si nacías Black, eras parte de la nobleza.
Sin embargo para aquel recién nacido que Walburga Black sostenía, en aquella madrugada de 21 de julio (En 1960), todas aquellas suertes resultarían simple basura que desecharía apenas que hiciera uso de razón.

Creció entre intensivas charlas lavacerebros sobre la relevancia de la sangre pura, y sobre cómo los mestizos no eran más que "ladrones" de magia. Estupideces. Para él siempre fueron estupideces, que siempre mantuvo al margen, por su propio bien. No tuvo la mejor infancia, siempre vivió a la sombra de su hermano menor; paradójico, usualmente sucedía al revés. Pero es que el buen Reggie pintaba para ser todo un Black, y el buen Sirius... Bueno, Sirius solamente era una mancha bajo la sublime sombra de Regulus Arcturus Black.

La fina brecha limitante entre Sirius y su familia terminó por romperse en su primer día en Hogwarts.

Había subido a la locomotora roja meditando una y otra vez en las ultimas palabras que le dijo Walburga Black, mientras le daba un tieso y frío beso en la mejilla. Slytherin es tu lugar, no debes olvidar eso. Y la seguridad que su madre puso en sus palabras lo contagió de una desesperanza angustiante... Él no quería ir a Slytherin. ¿Qué pasaría si quedara allí, en esa casa de sádicos y puristas? Antes de entrar a Hogwarts, el pequeño Sirius Black pensaba ya en la deserción.
El trayecto hubiera sido tortuoso, de no haber sido que conoció a ese muchachito de cabello alborotado y excesiva confianza; su elevadísimo autoestima abrumaba a cualquiera, pero a Sirius le causaba gracia. Entre bromas, risas y chucherías de la señora del carrito, Sirius Black olvidó el asunto de las casas... Algo se ingeniaría cuando estuviera con ese viejo sombrero en la cabeza.

Y así fue. Cuando estuvo sentado en el taburete y el peso del Sombrero Seleccionador le aplacó el cabello, fue que contempló todo desde otra perspectiva; en Slytherin estaban sus primas, todas de ellas. Bellatrix sonreía con seguridad, igual que una elegante y hermosa Narcissa, quien a su temprana edad ya destilaba los vapores de la sensualidad. Andromeda parecía ida, solamente lo miraba desde su posición, con una eterea ternura. Todos los Slytherin mantenían un gesto asqueroso, soberbio y altanero.
Luego miró la mesa de Gryffindor. No tuvo que pensarlo mucho, y el Sombrero Seleccionador lo notó.

¡Gryffindor! Fue lo que salió de las comisuras de aquel sombrero. Se escucharon jadeos de sorpresa y murmullos que por un segundo lo asustaron. Saltó del taburete, y sin pensarlo echó pies en polvorosa, para sentarse en aquella mesa de los leones. Todos le recibieron con abrazos, palabras de aliento, felicitaciones. Al terminar la selección se vió rodeado por tres personas muy peculiares; primero un regordete gracioso, que se sentó a su lado; luego el muchachito del tren, (James Potter decía llamarse),enseguida se sentó a su lado con una sonrisa de autosuficiencia. Después la suerte les llevó a otro compañero, un algo Lupin, que se sentó frente a ellos. Parecía un adulto en el cuerpo de un niño, siempre serio y reservado. Sirius Black le dedicó una vaga mirada a esos tres chicos. Jamás había creído con las corazonadas, pero respecto a ellos tuvo una.

Y no se equivocó.

En todos sus años en Hogwarts, Sirius no recibió una sola carta por parte de su madre.
Pero recibió el regalo más grande de su vida: Los Merodeadores.

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